martes, 28 de abril de 2009

Bendición de la parroquia de Santa Teresa Benedicta de la Cruz

La eucaristía del día 23 de mayo tendrá lugar en la parroquia de Sta. Teresa Benedicta de la Cruz. Curiosamente, la ceremonia de inauguración de esta parroquia fue presidida por Mons. Rouco Varela en el año 2002. Recuperamos la noticia de tal acontecimiento tomándola de la Agencia de Noticias del Arzobispado de Madrid.
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Madrid. Infomadrid, 17-12-2002.
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El domingo, 15 de diciembre, el Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio Mª Rouco Varela, presidió la ceremonia de inauguración y bendición de la nueva Parroquia, situada en el Barrio de Arroyo del Fresno, c/ Senda del Infante, 22, que está dedicada a Santa Teresa Benedicta de la Cruz.
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Esta nueva parroquia nace con motivo del crecimiento que ha experimentado la zona en los últimos años y como ayuda y relevo en este lugar a la Parroquia de San Víctor. En la inauguración, estuvieron presentes el alcalde de Madrid, D. José María Álvarez del Manzano, la concejala Nieves Sáez, los arquitectos y aparejadores encargados de la construcción, numerosos sacerdotes y feligreses de parroquias de la zona.
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El Arzobispo de Madrid, en su homilía, se refirió a la vida ejemplar de Sta. Teresa Benedicta de la Cruz, cuyo nombre antes de tomar los hábitos era Edith Stein. Alemana de nacimiento y judía de origen, perdió la fe de sus padres y se convirtió al cristianismo. Destacó de ella que fue una mujer moderna y avanzada para su época, estudió Filosofía en la Universidad, a principios del siglo XX, y más tarde impartió clases en ella.
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El Cardenal Rouco resaltó lo grandioso de esta mujer, que era "su alma en búsqueda". "Nunca había cesado de buscar la verdad", señaló, "y la verdad es una persona, es Jesús, es Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Salvador", a quien ella encontró más tarde cuando se convirtió al cristianismo mientras leía el libro de la vida de Sta. Teresa de Jesús. Fue tras su lectura cuando reconoció: "He encontrado la verdad". Al poco tiempo se bautizó, y poco después tomó los hábitos del carmelo. Y es en medio de la II Guerra Mundial, cuando los nazis la sacan de su convento y la llevan a un campo de concentración donde es asesinada.
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En referencia a la nueva parroquia dedicada a Sta. Teresa Benedicta de la Cruz, señaló que es "todo un símbolo, (...) es como volver al centro de nuestras vidas y a comprender muy bien lo que significa la parroquia".
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A la nueva iglesia le corresponde la atención de casi 4.000 familias, y comenzará a desarrollar las actividades propias de una parroquia: Sacramentos, Catequesis de niños y jóvenes, atención y acompañamiento de ancianos y de emigrantes... Según las palabras de su párroco D. José Millán Calvo: "es ahora, cuando queda la gran tarea de construir la otra parroquia, la parroquia espiritual, que es la que más cuesta".

lunes, 20 de abril de 2009

Entrevista Mons. Rouco

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«Mi madre me pidió que fuera un buen sacerdote»

Don Antonio María Rouco celebra sus Bodas de Oro sacerdotales con «sentimiento de gratitud por la misericordia del Señor», que ha conducido su vida y su ministerio por caminos nunca sospechados. Al evocar ahora algunos recuerdos, habla de su madre, de sus años de Munich y también de su relación con los Papas... Confiesa que le costó aceptar su nombramiento episcopal, que necesariamente le apartaría de sus trabajos con la Escuela de Munich, que contribuyeron decisivamente a superar la crisis postconciliar del Derecho Canónico. Ser obispo -como le dijo Pablo VI- consiste en «portar la cruz»
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¿Qué sentimiento predomina en usted al cumplir 50 años de sacerdocio?
Predomina, sobre todo, la gratitud por la misericordia del Señor para con uno: misericordia paciente, misericordia desbordante... Me faltan los adjetivos. En segundo lugar, está la sorpresa. Desde niño quise ser sacerdote, pero todos los acontecimientos de mi vida sacerdotal hasta hoy han sido no previstos ni buscados. Muchas de las obligaciones, de las tareas y de los oficios recibidos han sido sorpresas providenciales.
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Sorpresas para lo bueno, ¿y también para lo doloroso?
Más bien para lo bueno. Para lo doloroso, hombre, en la vida siempre hay sorpresas dolorosas... La muerte de mi padre, cuando yo tenía 7 años, supuso un inciso grande y grave personal en la vida familiar...
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Su madre fue decisiva para usted...
Sí, sí. Tanto desde el punto de vista activo, como desde el punto de vista pasivo. No llegó a asimilar la muerte de mi padre. Le produjo un enorme disgusto del que nunca se recuperó, e incluso le originó una enfermedad.
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Usted le daría una gran alegría al hacerse sacerdote.
Pero no me vio de sacerdote. Me vio de seminarista. Y quien me llevó al seminario (menor), en taxi, a Villanueva de Lorenzana, fue el párroco, don Gabriel Pita de Veiga, porque mi madre no podía. Ella me animaba, pero también me advertía: «Si no vas a ser un buen sacerdote, es mejor que no lo seas». Eso me lo dijo muchos años. Siempre puso mucho cuidado en que yo fuese libre a la hora de permanecer en el seminario, y que tuviese muy claro que lo hacía para ser un buen sacerdote, o de lo contrario, era mejor que me volviese a casa. Cuando me vio habiendo recibido la tonsura, ya con la sotana puesta, se acabaron las advertencias.
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¿Si de estos 50 años tuviera que quedarse con un recuerdo, cuál sería?
¡Me quedaría con muchos recuerdos...! El día de la ordenación sacerdotal fue muy fuerte. Había terminado la licenciatura de Teología en el año 58. No me podía ordenar, porque aún no había cumplido los 22 años, y había pedido una beca para hacer el doctorado en la Universidad de Munich. Providencialmente, se perdió la documentación de la solicitud, y cuando llega el mes de septiembre, don José María Javierre, que era el Rector del Colegio Español de Munich y estaba al tanto de todo, me llamó por teléfono, y me riñó muchísimo... Don Jacinto Argaya, mi obispo, me ofreció varias posibilidades de estudio en Salamanca, y finalmente optamos por Derecho Canónico. Me empecé a preparar para la ordenación, y después don José María Javierre me contó que había en Munich un Instituto de Derecho Canónico muy bueno, y sugirió que volviese a pedir la beca para el año siguiente, pero, entre tanto, me pude ordenar.
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¿Qué recuerda de los Papas que ha conocido?
Conservo un gran recuerdo de Juan Pablo II y de todo lo relacionado con la Jornada Mundial de la Juventud en Santiago, de 1989. Tengo también un recuerdo entrañable de mi primera audiencia con Pablo VI, en 1970, con los obispos de Galicia, en Visita ad limina. Todos eran muy mayores, y yo muy joven, y al terminar se me acercó el Santo Padre, me cogió las manos y dijo: «Oh, un obispo tan joven... ¡Para portar la cruz!» A mí me había costado mucho aceptar el nombramiento episcopal. Fue como una especie de renovación de la vocación sacerdotal, una especie de segunda llamada y de segunda aceptación. La noche anterior, no pegué ojo. La ordenación sacerdotal, sí. Yo estaba encantado... De Benedicto XVI, también tengo un intenso recuerdo del Cónclave... Un recuerdo muy intenso y muy hondo. El saludo al Papa fue de una gran emoción personal.
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Acaba de estar con él. ¿Qué le ha dicho el Papa?
Me dijo: «¡Nos vamos a ver el domingo de Ramos!»
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¿Y sobre sus Bodas de Oro?
Me ha escrito una carta. Y si Dios quiere, tendremos una audiencia con él en Semana Santa, con todos los jóvenes que van a Roma a recoger la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud.
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¿Por qué no quería ser usted obispo?
¿Por qué iba a querer yo ser obispo? Yo tenía 39 años, y estaba encantado con ser profesor en Salamanca, y con todos nuestros empeños, en la Escuela de Munich, de dar un giro nuevo teológico a la concepción del Derecho Canónico, incluso para superar la gran crisis postconciliar del Derecho Canónico. Éramos un grupo internacional entrañable e interesante que creo que hizo un servicio enorme a la Iglesia en esos años. Y eso me apasionaba.
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¿Cómo vivió usted los años del Concilio en Munich?
En la vivencia de la historia personal de mi generación sacerdotal hay un acontecimiento absolutamente epocal y singular que es el Vaticano II, y después el post Concilio. En 1959, yo era un estudiante de Derecho Canónico; celebraba la Eucaristía en una parroquia, al lado del Colegio Español de Munich, y estaba completamente inmerso en la vida de la universidad, pero con escapadas pastorales, para celebrar donde me mandaba don José María Javierre. Durante un tiempo, por ejemplo, atendí un hospital de religiosas... La noche que llegué me despertaron para atender a un enfermo que se estaba muriendo. Le di la Santa Unción, y sanó el señor, ¡y allí cogí yo una cierta fama...! Después, ya regularmente, atendí una pequeña capilla en los Alpes bávaros.
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¿A qué se refiere cuando habla de crisis postconciliar?
Es una forma de vivir el postconcilio en clave de ruptura, como ha dicho Benedicto XVI. Esa crisis se supera desde dentro de la Iglesia y a fondo con el pontificado de Juan Pablo II. Es verdad que ya con Pablo VI nos encontramos con doctrina, con elementos de gobierno pastoral de la Iglesia e iniciativas apostólicas que tienden a llevar a la Iglesia hacia una buena aceptación del Concilio, pero quien da el paso decisivo, en definitiva, es Juan Pablo II. Abre otra época en la historia de la Iglesia. Y lo hace de esta manera: volviendo a Cristo. Sus palabras, y no sólo su personalidad, marcan esa época de la historia de la Iglesia: «No tengáis miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo!» Esto se traduce después en evangelización, y en nueva evangelización. Él mismo se hace protagonista directo de la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia... Antes de 1978, en la Iglesia había una especie de movimiento interior que nos llamaba a vivir el Concilio a fondo y en clave positiva. Y a esto se añade el reto entonces del comunismo: un reto intelectual, un reto político, un reto de moral social, un reto de concepción de la vida y de la misión pastoral de la Iglesia... No en vano, hay dos Instrucciones sobre la teología de la liberación en los años 80, bajo la dirección del entonces cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En definitiva, se trataba de que la Iglesia se centrara en lo esencial de su misión, que es la evangelización. El cardenal Wojtila no surge de la nada. Y el nombre que elige como Papa, Juan Pablo, es también muy significativo.
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«El sacerdote debe centrarse en el amor a Cristo»
La celebración de las Bodas de Oro del cardenal Rouco está marcada por la proclamación de 2010 como Año Sacerdotal. El arzobispo de Madrid cree que estamos en un momento esperanzador, en el que despunta «un capítulo nuevo de la historia sacerdotal de la Iglesia»
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¿Qué deseo tiene usted, al llegar a los 50 años de sacerdote?
Desearía una nueva primavera sacerdotal. No sé si como la que vivimos hace 50 años, pero sí una primavera sacerdotal: del clero secular y también del religioso; a través de las antiguas Congregaciones y Órdenes, y a través de propuestas y de experiencias de vida nuevas.
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El día de sus Bodas de Oro sacerdotales, va usted a ordenar a varios sacerdotes en Madrid. ¿Qué puede decirles, desde su experiencia?
En Salamanca, teníamos una vocación sacerdotal muy centrada en la relación con el Señor. Y una gran carga de celo apostólico. Vivimos la ordenación con gran emoción apostólica, yo diría que más que pastoral. El ideal de nuestras vidas era la santidad sacerdotal. A los nuevos sacerdotes les diría lo mismo: tienen que centrarse en el amor a Cristo. Y tienen que centrarse en entregárselo a los demás, y en responder a ese amor dando la vida. Dar la vida significa tomar en serio el ideal de la santidad sacerdotal. Eso es de una fecundidad extraordinaria, y sin eso no hay fecundidad pastoral ninguna.
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Precisamente, el Papa acaba de anunciar la proclamación de 2010 como Año sacerdotal...
Nos lo anunció a los miembros de la Congregación para el Clero, la semana pasada, y nos sorprendió favorablemente. Ciertamente, lo recibimos con enorme gratitud. Creo, personalmente, que es algo providencial. Estamos en un momento, en la Iglesia, crítico, en el sentido etimológico y mejor de la expresión. Hay una generación nueva de sacerdotes en todo el mundo, también en los países occidentales, más tocados por la crisis espiritual que se vivió en el postconcilio. Estamos ante un capítulo nuevo de la historia sacerdotal de la Iglesia, marcado por un aumento de vocaciones clarísimo en los países de África, Iberoamérica y Asia, y por un descenso enorme, tremendo, de vocaciones y de envejecimiento del clero en Occidente, pero donde apunta ya una nueva generación sacerdotal que tiene poco que ver con las anteriores generaciones sacerdotales, del inmediato postconcilio, y que conecta bien con lo mejor, diría yo, de la espiritualidad sacerdotal que marcó nuestra experiencia sacerdotal, vivida en clave apostólicamente intensa, de los años 50.Que la Iglesia centre de nuevo su atención en el carácter imprescindible del sacerdocio ministerial es una gran gracia de Dios. Y que el Papa proponga la figura del gran cura de Ars, también. Si hay un tipo de cura con pocas cualidades humanas, con una personalidad marcada por una humildad y una sencillez sin límites, por una pobreza profundamente vivida y por una fecundidad apostólica increíble, es él. Su arma fue el sacramento de la Penitencia, donde se junta, por un lado, la gracia y el don del Sacramento, que es misericordia del Señor, y por otro, la miseria del hombre. La miseria más honda del hombre, de donde proceden después todas las demás, es perder todo contacto con Dios, por el motivo que sea. El sacerdote le acerca a la persona de Cristo, y a la faceta más esencial de la obra redentora del Señor, que es el amor misericordioso. Por eso creo que es providencial el Año, y tendremos que aprovecharlo a fondo. Muy sintomáticamente, el Papa ha elegido como día del comienzo del Año la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
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Reproducido con autorización del semanario “Alfa y Omega” Nº 634 / 26-III-2009

jueves, 16 de abril de 2009

Andrés Ramos: En el 50 aniversario de la ordenación sacerdotal de D. Antonio Mª Rouco


El 28 de marzo de 1959, hace exactamente cincuenta años, el gallego D. Antonio Mª Rouco Varela, era consagrado sacerdote de Jesucristo. La Archidiócesis de Madrid ha querido celebrar un homenaje de acción de gracias a Dios, justamente el pasado 27 y 28 de marzo. Hemos dado gracias con el Sr. Cardenal en esta gozosa efeméride de su ordenación sacerdotal. Han sido dos jornadas intensas que nos han dado la oportunidad de recordar, y sobretodo de agradecer, tantos acontecimientos vividos en estos años. La colectividad gallega en Madrid ha tenido también el deseo y la iniciativa de celebrar, desde el afecto y la amistad que nos une a la persona de D. Antonio, un sincero homenaje, pues, como gallegos y miembros de esta iglesia diocesana de Madrid, siempre hemos sentido la presencia, la cercanía y el afecto de su solicitud del pastor.

Especialmente importante me parece evocar algo que seguro todos nosotros compartimos con el Sr. Cardenal: nuestras raíces familiares y raíces cristianas, que tienen en la tierra gallega, una honda raigambre. Recordar lo que guardamos en la memoria y en el corazón: nuestra formación, la recibida en nuestras casas, en las parroquias y en las escuelas.
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He tenido la gran suerte de conocerle en mis años de formación, siendo él obispo auxiliar de Santiago de Compostela y después Arzobispo. Serán muchos los que merecidamente hablen de su abundante trayectoria vital, de sus estudios, de su impresionante currículo, de sus méritos y de su figura siempre cordial y fraterna. Pero yo quisiera destacar aquello que más me ha ayudado e impresionado: su amor fiel y entusiasta a Jesucristo, su audacia y valentía para anunciar la verdad de Jesucristo en cualquier lugar y en cualquier momento. Ha ido demostrando que es un ejemplo vivo de entrega generosa a Cristo y a su ministerio episcopal, en la fidelidad al trabajo de cada día, y en el optimismo de una firme esperanza en Dios y en la Iglesia. He ido percibiendo en él que es un hombre de fe y de una gran confianza en el Señor, especialmente en los momentos difíciles y que está entregando su vida a la Iglesia desde un gran amor por ella. Su preocupación y desvelo por transmitir el Evangelio, sobre todo a los jóvenes y a las familias, son una constante en su vida y un estímulo para todos nosotros.
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Al celebrar las colectividades gallegas de Madrid este homenaje, queremos manifestar nuestro afecto y adhesión a quien nos preside en nombre del Señor. Y queremos que sepa, Sr. Cardenal, que cuenta con nuestra amistad y oración. Gracias por estos 50 años de sacerdote. ¡Muchas felicidades! Y que Dios le siga dando muchos años de vida para poder contar con el don de su testimonio y de su entrega sin reservas.
Enviado por el P. Andrés Ramos

viernes, 3 de abril de 2009

Enrique Cal Pardo: "50 años de sacerdocio"

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Los mayores vivimos de recuerdos. Nos olvidamos del presente, para limitarnos a unos cuantos retazos del pasado. Pero también éstos se van desdibujando poco a poco. Alguno, no obstante, se conserva con frescura en la mente. Entre los recuerdos de mis años de profesor y formador joven del Seminario de Mondoñedo, persiste uno con rasgos destacados: es el de aquel seminarista niño y adolescente a quien todos llamaban Tucho (Antonio Mª) Rouco Varela. La mayoría de los seminaristas eran –y fuimos- hijos del ambiente rural. A él se le notaba un no sé qué de hijo de villa. Así era: de Villalba (de Lugo).
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La vida del seminario de aquel entonces, en la que él estaba sumido, era de oración –quizá demasiado intensa para la edad de un niño o adolescente- y estudio, con sus recreos, juegos, preferentemente el fútbool, con sus paseos de jueves y domingos, en los que los alumnos semejaban una serpentina zigzagueante, debida al color rojo de sus becas y la borla de sus bonetes, en contraste con el negro de sus sotanas. Por aquel entonces el tráfico por las carreteras de acceso a Mondoñedo no impedía que pudiesen desfilar de dos en fondo, hasta llegar a un lugar acogedor, que permitiese detenerse y descansar un rato.
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No eran aquellos tiempos años de abundancia en los seminarios. Para paliar un poco esa deficiencia, me imagino que en las bolsas de ropa limpia que semanalmente recibía (y que le hacía llegar Suso de Federico desde Villalba), le llegaba, además del mimo de su madre, algún producto alimenticio. Como quiera que las cartas que escribía a sus padres y remitía en las bolsas de la ropa no pasaban por las manos de los formadores –llamados entonces superiores- no puedo certificar de la frecuencia de las mismas. Lo que sí recuerdo es que escribía con cierta frecuencia a un hermano policía, que se hallaba en un puesto fronterizo con Francia, Canfranc, si mal no recuerdo.
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Otra característica de de la vida del seminario en aquellos años era la presencia de obras realizadas con las que se fue incrementando el edificio, las cuales no siempre facilitaban la vida comunitaria, sino todo lo contrario: los ruidos molestaban sus oídos e impedían su concentración y el polvo llenaba sus sotanas Pero estas obras, de vez en cuando, proporcionaban la fiesta del estreno de algún pabellón nuevo, lo que les permitían romper un poco la monotonía de todos los días.
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Los libros ocupaban todas sus horas de estudio de nuestro protagonista; de su atención y actividad en las clases daban fe sus profesores y las notas que a fin de mes iba a recoger de manos del rector. A no dudarlo, siempre escuchaba de los labios de éste la misma frase: “Muy bien, sigue por ese camino”. Los estudios no le obligaban a estar siempre inclinado sobre los libros. Le permitían seguir con detalle la marcha de la Liga de fútbool; si bien ignoro si lo hacía siempre con medios del todo legítimos.
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A través de la clase de segundo curso de Lengua Griega, en la que me tuvo de profesor, comprendí sus relevantes cualidades intelectuales. Y mi opinión era compartida por todos los demás profesores. Pero un pequeño detalle hizo darme cuenta de que atesoraba otras cualidades, como eran las musicales. Un verano se propuso aprender a tocar el piado. Cuando regresó al seminario en el mes de octubre, pude percatarme de que poseía un notable dominio del piano, como si le hubiera dedicado un curso completo. Así iban aflorando, cada vez con más claridad, sus cualidades, tanto intelectuales como musicales.
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Terminados en Mondoñedo los estudios de Humanidades y Filosofía, marchó a Salamanca, a cursar los estudios teológicos. De allí, a Múnich, en donde obtuvo el doctorado en Derecho Canónico. Volvimos a encontrarnos en los dos años en que ambos explicábamos Teología en el seminario mindoniense. Vuelve de profesor a Múnich y, más tarde, se incorpora a la Universidad de Salamanca. Volvimos a coindicir en Santiago, primero, en la primera sesión del Concilio Gallego. Más tarde, nos volvimos a encontrar en la Ciudad del Apóstol, él en condición de Obispo Auxiliar, primero, y de Arzobispo titular, después, mientras que yo impartía unas clases en el Instituto Teológico Compostelano de la misma localidad.
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La formación y docencia de alumnos tiene momentos difíciles y de grandes sinsabores. Pero cuando uno vuelve la vista atrás y descubre entre sus pasados alumnos a un Cardenal de la Iglesia, se da todo por bien empleado. Por eso hoy mi alma se inunda de alegría.
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No he tenido la suerte de acompañarle en el momento de su ordenación sacerdotal y primera Misa. Por eso, cincuenta años más tarde, acepto gustoso la invitación de participar en los actos de sus Bodas de Oro Sacerdotales, siquiera sea a través de estas sencillas líneas, con las que quisiera significarle todo mi afecto, mis mejores deseos y augurios y mi más profunda gratitud por la confianza que depositó en mí en ciertos momentos.
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Que en estos días pueda rememorar con alegría desbordante todos aquellos sentimientos que inundaron su alma sacerdotal en el momento de su ordenación y primera Misa.
Enrique Cal Pardo
Doctor en teología
Canónigo de la catedral de Mondoñedo